Escucho que alguien a mi lado habla de un roscón de reyes. Hablan de un antiguo obrador que solo abre un día al año, el 5 de enero, y solo fabrica roscones de reyes. Interrumpo a la desconocida para saber más y la chica, aun con su propio roscón en las manos, me da las señas del lugar secreto.
Son solo dos calles más allá, en un callejón solitario entre el gentío que busca las compras de última hora. Una puerta pequeña, un pasillo largo que no parece tener final y unas voces al fondo que hablan de kilos, nata y repiten bromas sobre fruta escarchada. Todos los que estamos allí nos sentimos afortunados, solo nosotros hemos encontrado el mapa del tesoro. En alguna agencia de comunicación le hubieran llamado Roscón Pop Up Store.
Salgo del lugar con dos roscones y me cruzo con gente que busca un Carrefour para comprar el suyo. Ellos no saben nada.
Cuando llega la hora del cuchillo, el roscón es como cualquier otro, pero la historia de cómo lo he conseguido la he contado diez veces. No me han vendido un roscón, me han vendido la historia.
Pero eso funciona porque un roscón no es nada. Un elemento superfluo del que puedo pasar 364 días del año, incluso 365. Cuando necesito un cinturón de seguridad quiero algo que funcione, no una historia que pueda contar a San Pedro cuando llegue al cielo.
Hubo un tiempo en el que las zapatillas deportivas servían para hacer deporte. Cuando el domingo llevas 20 km en las piernas no estás para historias, quieres que tus zapatillas hagan algo para seguir en movimiento. Hemos convertido las zapatillas en una imagen sobre la que desarrollar historias, lo que en principio era un añadido ahora les despoja por completo de su sentido primario. Que las cosas funcionen. De las historias nos encargaremos luego.
Por unos momentos he pensado que estaba en «blog epistolar» :_)